viernes, 24 de abril de 2009

El párroco de la calle de la muerte

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 FOTO El párroco de la calle de la muerte, por Jorge Fernández Díaz
 
El padre Pepe, coordinador del grupo de sacerdotes que denuncian el paco Foto: LA NACION   /   Fernanda Corbani

Días atrás, LA NACION estuvo en la villa 21 con el padre José Di Paola, uno de los sacerdotes que a comienzos de mes declararon que la droga estaba despenalizada "de hecho" en las villas. Ayer, el cardenal Bergoglio denunció que uno de esos curas fue amenazado de muerte. Esta nota cuenta la lucha de Di Paola para recuperar a chicos que han caído en el paco.

"Che, dale, déjense de joder -dijo el hombre-. Si ya les dimos la guita..." Estaba en el piso, rodeado de chicos de ojos turbios y revólveres negros, y se refería al pago del peaje que usualmente le cobraban para entrar en la villa 21. El hombre se llamaba Angel, tenía 66 años y era repartidor. Siempre pagaba para entrar a hacer su trabajo y ahora querían cobrarle también la salida. "Callate, viejo, porque te pego un tiro", le respondió uno de los chicos, y como vio que Angel quiso incorporarse para tratar de hacerlo entrar en razones, le disparó directamente a la cabeza. Fue un balazo seco. Angel quedó tendido en esta misma calle, Osvaldo Cruz, por la que camino ahora con el corazón en la garganta.

Cuando le di la dirección al remisero que me llevaba, se puso blanco. Me rogó que no lo obligara a entrar por esa calle de Barracas en esa ciudad de la pobreza donde viven más de 45.000 personas. Un policía que no tiene jurisdicción en la villa me hace la gauchada de acompañarme hasta la parroquia. Mientras caminamos por esa calle todos nos miran. El policía va contándome historias oscuras, muy oscuras. Hace muchos años que no tengo tanto miedo y siento una vergüenza íntima. Cuando era cronista policial, no tenía miedo a nada, pero eso pasó hace mucho tiempo, de una villa son gente trabajadora y noble: los hombres se ocupan como albañiles o vendedores ambulantes, y las mujeres, como empleadas domésticas. También sé que esa gente sufre más que nadie la inseguridad, y que la miseria envilece. Pero no puedo evitar pensar en ese 5% que integran los asaltantes, los traficantes y los adictos desesperados. Yo no cuento con más armas que mi libreta negra y mi mochila, donde llevo recortes de prensa: una reciente cacería humana durante la que asesinaron a cinco personas, ajustes de cuentas entre bandas rivales, homicidios solitarios por alguna bronca y revelaciones escalofriantes de un cura.

Todos le dicen padre Pepe, pero se llama José María Di Paola, tiene 46 años, oficia de coordinador del Equipo de Sacerdotes de Villas de Emergencia y es el párroco de la calle de la muerte. Hace unas semanas puso la cara en una conferencia de prensa, para explicarle al país que el problema no eran los habitantes de la villa, sino el narcotráfico y la inacción completa del Estado y la Justicia. Muchos niños y adolescentes portan armas y consumen droga sin que nadie persiga a los traficantes, y entonces hacen de la villa tierra propia, es decir, tierra de nadie. Los sacerdotes hablaban en defensa de los propios pobladores de sus comunidades, que ven con impotencia la llegada de la peor de las plagas: el paco.

Hace cuatro o cinco años la "pasta base", que antes era un mero desecho químico de la cocaína, se transformó en una mercancía de primer orden y se masificó en las zonas marginales. El paco cuesta muy barato y su consumo creció un 200% en la Argentina. A sus consumidores primero los pone eufóricos y luego fisurados; no tarda en volverlos adictos. Rápidamente, entran en una fase de alucinaciones, paranoias y agresiones salvajes. Se los conoce como los "muertos vivos". Son como vampiros de un elixir que se mezcla con viruta de metal y ceniza, que se arma con latas agujereadas y que conduce a la muerte cerebral en seis meses. La "latita" los vuelve erráticos y violentos, y la desesperación por conseguir dinero, en asesinos voraces. El paco rompió todos los códigos de convivencia. Hasta los códigos de los mismísimos "pibes chorros". En cualquier esquina de Buenos Aires puede verse a los "muertos vivos" vagar sin rumbo, o tirados en una vereda. A veces, un chico pacífico cambia de pronto de personalidad y comete un crimen sangriento por dos monedas. En ocasiones, los miembros de una bandita actúan como pirañas, atacan todos juntos a cualquiera, lo golpean y lo desvalijan en segundos en busca de recursos para seguir comprándoles a los vendedores de paco las dosis de esa misma tarde.

Me intriga cómo hace para vivir y luchar contra esta legión de problemas el párroco de la calle Osvaldo Cruz. Cuando entro en la sombra de un edificio humilde, con una iglesia y un patio techado y un aula donde varias mujeres hacen un taller de cerámica, me recibe un arcángel desgreñado. Es un hombre curtido de pocos dientes y de una dulzura inexplicable, un ayudante de Dios. "Tiene que esperarlo un rato", me aclara. Hago fila con damas taciturnas, y siento que lentamente me vuelve al alma al cuerpo. Imagino afuera a los "muertos vivos" esperándome, pero ahora siento que no se atreverán a pisar tierra santa. Es un pensamiento irracional, que de nuevo me avergüenza, pero no puedo evitarlo. Pasan algunos minutos y aparece un chico corpulento vestido con una remera y tocado por una gorra puesta al revés. Trae cara de pocos amigos, y aunque le cedo amablemente mi lugar no me lo agradece. Tiene la mirada dura. El padre Pepe sale de su despacho y le entrega una llave. "Lo estamos recuperando del paco -me explicará después a solas-. Está en plena lucha." Pepe parece más joven de lo que es. A una amiga que lo vio en las fotos de los diarios y en los noticieros televisivos, se le escapó un piropo: "Es muy fachero, parece un cura Calvin Klein". La impresión personal le quita glamour : Pepe usa una modesta camisa azul de cura con clergyman y unos jeans gastados, tiene pelo largo y barba, y habla sin ego ni énfasis.

Al entrar en su diminuta oficina veo un póster que dice "el hambre es un crimen" y la pared abarrotada de fotos. Entre todas descubro a la Madre Teresa y al padre Carlos Mugica, y unos versos anónimos que terminan con una advocación significativa: "Tu me enseñaste que el hombre es Dios, y un pobre Dios crucificado como tú. Y aquel que está a tu izquierda, en el Gólgota, el mal ladrón, también es un Dios".

El gladiador vive en una casita trasera y, cuando no hay tiros ni dramas, se duerme a la medianoche leyendo estudios sobre las adicciones. Se despierta a las seis y media de la mañana, se ceba unos mates y se queda cuarenta minutos rezando el breviario. Recién después comienza a caminar el día. Sus padres viven en Burzaco, pero Pepe fue a un secundario de Caballito. Era un muchacho de clase media subyugado por la tarea evangélica del capellán. Iba caminando a Luján, participaba de grupos cristianos, hacía tareas sociales y dudaba entre ser cura o abogado, entre el Evangelio y el Código Penal. Al final terminó en el seminario y se recibió en la Facultad de Teología de la UCA. Es un ochentista, parte de la generación de las Malvinas, y nunca vio como un asunto ideológico su "opción por los pobres". Admira tanto a Mugica y Angelelli como a Don Bosco y Bergoglio. Antes de llegar a la villa 21 pasó por Ciudad Oculta. Cuando le propusieron ocupar la parroquia de esa calle muchos le preguntaban si estaba castigado. Llegó en 1997, con la idea de armar trabajos de prevención de la droga y la violencia, y también para organizar a los más jóvenes. Y se encontró con un panorama amenazante y desolador. Había desconfianza, desintegración y violencia. Tuvo en esos primeros tiempos miedo físico y espiritual. Todas las noches se iba a dormir con la misma pregunta: "¿Qué más puedo hacer? ¿Qué más puedo hacer, por Dios?" No ha dejado de preguntarse lo mismo en estos doce años.

Necesitaba cohesionar y la mejor ocurrencia tuvo que ver con la Virgen de Caacupé. Cuenta la leyenda que en este pueblo del Paraguay había un nativo que era artista de la madera, y que un día se internó en la selva en busca de los mejores materiales y que se sintió rodeado por miembros de la peligrosa tribu de los mbayas. Fue entonces cuando el pobre hombre se arrodilló y le prometió a la Madre de Cristo que esculpiría su imagen si salvaba su vida. El escultor se hizo de pronto invisible por la gracia de Dios y cumplió su promesa al construir la Virgen más venerada del Paraguay.

La mayoría de los habitantes de la villa 21 eran y son paraguayos, y Pepe entendió que era decisivo traer a la Inmaculada a este lugar. El santuario es de 1765 y el párroco no paró hasta que logró enviar a una comisión a buscar una réplica. La llegada a Buenos Aires fue apoteótica. Se hizo una misa en la Catedral y luego una muchedumbre marchó con la Virgen de Caacupé en una larga procesión a pie desde el Centro hasta Barracas, parando en distintas parroquias hasta alcanzar al final su nuevo y definitivo hogar, esa pequeña iglesia de la calle Osvaldo Cruz donde el padre José Di Paola esperaba, con miles y miles de devotos de la villa 21, la entrada de la sagrada imagen. Fue un momento emocionante y decisivo. Esa imagen de la Virgen articuló la devoción y permitió crear la base del milagro.

Di Paola y tres camaradas sacerdotes comenzaron a llevar el catecismo a las casas, abrieron capillas, organizaron escuelas de deportes y una escuela de oficios. Formaron un grupo de cuatrocientos hombres que militan y trabajan en tareas comunitarias, y convirtieron a cientos de adolescentes en niños exploradores. Los llevaron a campamentos en la provincia de Buenos Aires y también los hicieron viajar a Tandil y a Bariloche. Jamás hubo en ninguna de esas excursiones la más mínima inconducta. El padre Pepe sabe que el noventa y cinco por ciento de los villeros son honrados y pacíficos. Pero sabe también que el noventa por ciento de los delincuentes provienen de las villas y que esa inmensa minoría estigmatiza las barriadas pobres y deforma la verdad. Decir que los pobladores de una villa son ladrones equivale a pensar que todos los habitantes de San Isidro son ricos. En San Isidro hay, además de medio pelo y clase media pauperizada, varias villas miseria. No se imagina Di Paola regresando a un barrio porteño, donde las relaciones son tan individualistas y donde todos practican el autismo y la indiferencia. En su comunidad hay tragedias inconmensurables, pero también solidaridad, calidez humana, un amor límpido y desbordante. Una cosa es darle un plato de comida a una persona que tiene hambre. Otra muy distinta, y mucho más valiosa, es darle la mitad de tu plato, la mitad de tu pan, la mitad del cuarto de tu vivienda, la mitad de lo poquísimo que tenés. "Dar -decía la santa de Calcuta-. Dar hasta que te duela."

Los policías, los jueces, los ministros. Todos brillan por su ausencia en la villa 21. La droga está despenalizada y el paco es un tsunami. Con el paco pierden todos, me dice. Se nota un toque de angustia en su cara serena. Es un hombre que ha llorado mucho y al que se le han secado las lágrimas. Se le confunden en la memoria las palizas, los robos, las violaciones, los tiroteos y las muertes que vio. No quiere hablar de eso. Pero la epidemia de los "muertos vivos" lo tiene anonadado. Nadie hace nada. Todos prometen fondos y ayuda, hablan en los diarios y en la televisión, pero sólo del gobierno vasco logró un pequeño subsidio. Y con ese dinero insuficiente inició un centro de recuperación de adicciones: una salita de día, una granjita y una casa de medio camino, desde donde intentan que los recuperados se inserten de nuevo en la sociedad y no vuelvan a caer. Todo con ayuda de voluntarios, mangueando remedios y a veces haciendo el milagro de la multiplicación de los medicamentos. Puré de clonazepan para chicos alterados que quieren dejar de ser zombis.

Tiene en estos momentos ocho chicos camino de reconvertirse a sí mismos en personas. Ocho. Allá afuera hay dos mil "muertos vivos". Nacen y mueren varios de ellos todos los días. No puedo dejar de pensar que es un marinero en un bote perforado sacando agua con una cucharita.

Me muestra una foto de Pablo, un pibe violento que había sido esclavo del paco y al que, con muchísimo esfuerzo, Pepe fue rescatando del infierno. Pablo posa junto a un Jesús crucificado. Posa con orgullo. Di Paola le dijo que a él lo mandaban a un retiro espiritual quince días a Córdoba y le pidió que en esas dos semanas no saliera de su casa. "No salgas, Pablo, aguantame que vuelvo -le dijo-. No corras riesgos. No salgas." Pero al cuarto día Pablo se sintió fuerte y confiado, y salió a caminar por la villa. Y sus antiguos enemigos lo acribillaron a balazos en la calle.

Cuando el padre Pepe regresó a su casa en la 21 y se enteró del asesinato, se dobló de dolor y le flaqueó seriamente la fe. No la fe en Dios. Sino la fe en sus propias fuerzas, en la tarea de achicar el agua con una cucharita en medio de un maremoto. Pero, luego, el gladiador se levantó de ese desasosiego, se abrochó el clergyman y siguió adelante. Sembrar, sembrar, sembrar, se dice. Caerse y levantarse. Pero está muy solo. Unicamente lo acompañan sus feligreses, que lo adoran, los otros curitas y su obispo. El cardenal Bergoglio lo visita seguido. Viene en colectivo hasta la villa y confraterniza con los hombres y mujeres de la capilla de la Virgen de Caacupé. Una tarde, el hombre que hace cuatro años pudo haber sido papa estaba charlando con un grupo grande de albañiles, Uno de ellos se paró y dijo que hacía un tiempo le había ocurrido algo singular. Salía de una obra en un edificio en construcción de un barrio porteño y, al subir con sus compañeros al colectivo, mientras hablaban en guaraní y hacían bromas, el albañil divisó sentado en el fondo a Bergoglio. Les avisó a sus compañeros que era el mismísimo jefe de la Iglesia Católica argentina, pero no le creyeron. El albañil no pudo entonces con su genio, se acercó a Bergoglio, le preguntó si era quien era y le pidió la bendición. "Cuando bajé del colectivo, padre -declaró el albañil ante el silencio de todos-, les dije a mis compañeros: «Qué bueno tener un obispo que vive como nosotros»." A Bergoglio, que es un estoico, se le llenaron los ojos de lágrimas y lo quebró por un instante el llanto.

Una vez mataron a tiros a un vecino a la salida de una misa, en esa misma calle por la que entré caminando y por la que Di Paola anda como si fuera una celebridad, acaso el verdadero padre de todos, el jefe de la gran familia. Un padre joven y fachero, que jamás se jacta de nada ni levanta la voz, y que logró la unión en la fe de una zona populosa donde la cultura tumbera es minoritaria. Se escuchan mucho más polca, chamamé y canciones populares paraguayas que cumbia villera. Aquí están las víctimas. Los traficantes de droga y los mercaderes de armas tienen muchos billetes y viven fuera de estas barriadas. Di Paola visita enfermos, atiende problemas, da la extremaunción, reparte consejos y, por las noches, cuando tocan a su puerta, se pone su coraza de tela azul y acude corriendo a la escena del crimen. Vecinos asesinados. Adolescentes heridos de arma blanca. Niños lastimados. Venganzas. Dramas con gritos y sangre. Acusaciones y lamentos. El padre Pepe llega casi siempre primero: la ambulancia del SAME tarda mucho más, porque no entra en la villa sin la custodia de un patrullero de la Policía Federal. Y el patrullero viene cuando puede.

Al caer la noche todo se vuelve más siniestro. La oscuridad, en la tradición cristiana, está vinculada al mal. Y las tinieblas en la villa 21 son letales. Pepe me está diciendo todo esto mientras vemos, por la ventana, que el último sol se apaga. Pienso en los vampiros del paco, que me aguardan afuera. Di Paola me lee el pensamiento. "¿Cómo viniste hasta acá?", quiere saber. Le explico que el remise partió y le digo, haciéndome el valiente, que no se agite: voy a irme caminando. Son cuatro cuadras hasta Vélez Sarsfield, y ahí tomo un colectivo. "No, no -me dice-. La salida es más difícil que la entrada." Pienso en el repartidor de garrafas que mataron hace cuatro semanas de un balazo seco en esta misma calle de la muerte.

Salimos del despacho y Di Paola llama al arcángel desgreñado, que viene desde el fondo. "Llevalo hasta la avenida", le ordena. El ayudante de Dios asiente y Di Paola y yo nos damos un abrazo. Le digo la verdad. Le digo que fue un honor conocerlo. No sé cómo me va a llevar el arcángel y presiento que quiere que me suba a una bicicleta, porque agarra una y me llama desde el umbral. Vamos, me anima. Salimos a Osvaldo Cruz, y el hombre se me pone al lado, yo junto a la pared y él caminando con la bicicleta entre los dos. El arcángel, como una muralla o un salvoconducto ante las decenas de ojos que nos siguen con la mirada silenciosa del atardecer. Hay mucha más gente que antes y ya no queda un miserable rayito de sol. En una pared hay un dibujo colorido y una oración del Gauchito Gil. Salimos de la barriada y andamos despacio por ese corredor de asfalto que es más oscuro que la villa misma. El arcángel me va contando dos cosas: la santidad del curita y la maldición del paco. Al llegar a Vélez Sarsfield veo que mi fiel remisero me hace señas desesperadas desde la otra orilla. También veo que sigue pálido como un muerto. Gracias, amigazo, le digo al arcángel, y al darle la mano siento los callos y asperezas del trabajador incansable. Ese buen hombre común, ese ayudante de Dios, es como el promedio de todos aquellos siervos de la Virgen de Caacupé.

Cruzo la avenida y el remisero me dice que estaba asustado porque yo no salía y que no sabía si entrar o llamar al diario o avisar a la comisaría 32. Lo tranquilizo un poco. Este también es un buen tipo. Me subo a su auto y arrancamos. Y a medida que nos vamos metiendo en el centro de la ciudad tengo la impresión de que no puedo volver a ser yo mismo. Me pongo el reloj y prendo el teléfono, que había escondido durante todo este tiempo para no convertirme directamente en un blanco móvil, y las calles conocidas me devuelven una falsa sensación de seguridad. Pero lo real y lo imaginado durante aquel viaje al corazón de la plaga y el dolor no me abandonan. Me persiguen un larguísimo tiempo. Nos detenemos en una esquina céntrica y yo no puedo dejar de ver a esos tres chicos: no tendrán más de nueve años. Dos de ellos están fisurados, arrojados en una vereda. El otro camina unos metros con una cierta electricidad descoyuntada, errante en la sombra. Muertos vivos cruzando la noche, pienso, y miro el reloj. A esta hora el párroco de la calle de la muerte debe de estar caminando los pasillos de su laberinto. Qué cura testarudo. No sabe rendirse.

Jorge
Ciudad  Autonoma de Buenos Aires
A R G E N T I N A

jueves, 16 de abril de 2009

La sedición del mosquito

La sedición del mosquito

Por Federico Tobar para la Revista médicos

 
La salud colectiva no ha sido un tema prioritario para los argentinos durante los últimos treinta años. Por un lado, dejamos que los medios masivos de comunicación nos vendieran un imaginario médico centrado en la alta tecnología. Por el otro lado, pusimos nuestras expectativas en un sistema de atención cada vez más fragmentado, mientras abandonábamos las políticas sanitarias.

 "Primero vinieron y se llevaron a los comunistas y como no éramos
comunistas, no nos preocupamos..
Después vinieron y se llevaron a los Judíos y como no éramos Judíos, no nos
preocupamos
Luego vinieron por los negros y como no éramos negros, tampoco nos
preocupamos
Ahora están golpeando a nuestra puerta..."
Martin Niemöeller

Hemos hipertrofiado nuestro sistema de salud mientras dejamos atrofiar nuestras respuestas sanitarias. Faltaríamos a la verdad si afirmáramos que carecemos de un sistema de salud. El problema es que tenemos muchos. Esto sucedió, de a poco, como resultados de un largo proceso donde cada uno atendía su juego y nos desentendíamos de la salud colectiva.
Primero dejamos que se impusiera una definición: que no alcanzaba con la respuesta estatal a nuestros problemas de salud. Entonces, apostamos a seguros sociales que, por definición, imponen aportes y contribuciones
obligatorias, mientras distribuyen beneficios siguiendo padrones solidarios.Claro que esa solidaridad se practica solo entre quienes están asegurados y la mitad de la población no lo está.

Luego, como la respuesta de los seguros sociales tampoco nos resultó suficiente, hemos alentado el surgimiento de un mercado de seguros privados. Donde, también por definición, la contratación y el aporte son voluntarios y los beneficios son concentrados. La realidad es que cuando los sectores de ingresos medios y altos no necesitaron más de la respuesta estatal en salud, la financiación y el mantenimiento de los servicios públicos perdieron prioridad. La triste consecuencia es que los servicios para atender a los pobres siempre tienen a convertirse en pobres servicios.

Después, atomizamos la respuesta de esos servicios en vías de empobrecimiento. La descentralización hizo que no tengamos más un subsistema público sino muchos. Tantos como provincias y municipios. Y nadie hizo un intento de coordinarlos. Vale la pena reiterar esta, que es la tesis central de este artículo: desde la descentralización de los servicios públicos de salud nunca hubo un intento por coordinar las respuestas públicas.

Tenemos un Consejo Federal de Salud (COFESA), que ya es treintañero (fue creado en 1971) sin que jamás los ministros provinciales y nacionales hayan convocado a los municipios para coordinar acciones. A su vez, ninguna provincia hizo su propio consejo de salud en el cual se juntaran de forma periódica las autoridades provinciales y municipales. Y esto no sucedió por falta de ejemplos. Hace veinticinco años que vemos como nuestros vecinos en Brasil asumen de forma casi religiosa la coordinación intergubernamental de
las acciones sanitarias.

Si cada provincia y municipio se las arregla por su cuenta, el sistema de servicios de salud comienza a padecer ineficiencias e ineficacias por falta de racionalidad. Una plétora de servicios por un lado y carencia de los mismos por otros. Duplicación de la oferta, subsidios cruzados y pacientes peregrinos. Tómese como ejemplo que el 41% de los egresos de los hospitales porteños y 39% de las consultas son de habitantes del Conurbano Bonaerense).

Como en el verso del epígrafe, ahora vienen a golpear a nuestras puertas. O para ser más exactos, deberíamos decir ahora comienzan a zumbar en nuestros oídos. Porque la amenaza que pone en evidencia nuestra dejadez sanitaria tiene como protagonista al mosquito.

 
¿Para qué tenemos un Ministerio de Salud?

¿Para qué sirve un ministerio de salud nacional que no tiene servicios propios? En principio para  coordinar y regular. Pero ya vimos que claudicamos de la coordinación y otro tanto podríamos decir de la regulación. Pero ese es tema de otro ensayo.

El argumento más importante es que hace falta un ministerio nacional para garantizar la provisión de aquella parte de la salud que constituye un bien público. Es decir, para estimular la promoción, la prevención, ejercer el control y la vigilancia sanitaria. No son tareas simples ni son tareas menores y bien desempeñadas harían que todo el sistema funcionara mejor. Son tareas abandonadas, que hemos dejado atrofiar, que hemos descuidado y desfinanciado. Que hemos debilitado con la descentralización. En síntesis, promoción, prevención y vigilancia son funciones esenciales en salud que debiéramos asumir como prioridades absolutas y principal eje de la coordinación intergubernamental del sector.

Las conquistas sanitarias más importantes no tienen al sistema ni a sus servicios como protagonistas. Porque para producir salud hace falta mirar también por fuera de los servicios. Más salud no es más hospitales. Como afirmaba Ramón Carrillo, la salud va a estar bien el día en que necesitemos menos hospitales. Frente al discurso mediático actual esto puede parecer absurdo. La salud es representada como el resultado de un combate de comandos de elite, donde héroes como el Dr House y su equipo, o el grupo de
emergentólogos de ER, vencen al enemigo utilizando las tecnologías más sofisticadas. 

 
Los mosquitos no están en el PMO

Mareados por esa imagen de la salud centrada en los hospitales, tardamos demasiado en percibir el amenazador vuelo del Aedes Aegypti a nuestro alrededor. Un mosquito urbano que es vector de dos enfermedades contagiosas mortales como el Dengue y la Fiebre Amarilla. Junto a su primo Anopheles, responsable por la Malaria, constituyen aún hoy las mayores amenazas a la salud pública. En el mundo hay, cada año, unos 500 mil casos de Malaria y 200 mil de fiebre amarilla. A su vez, solo en nuestra región, el Dengue ha causado cerca de 150 mil casos en lo que va del 2009.

Es que los mosquitos no responden a la hipertrofia de nuestro sistema de salud. Los mosquitos no tienen obra social ni prepaga. No son municipales, provinciales ni nacionales. No preguntan a sus víctimas si son asalariados en blanco o son trabajadores informales. Incluso, se confunden los medios masivos de comunicación cuando describen al Dengue como una enfermedad de la pobreza. El mosquito es un iconoclasta y pica a todos por igual. Si mueren más los pobres que los ricos es por falta de acceso al tratamiento oportuno y adecuado.

A este supervillano no se lo combate con cuerpos de elite equipados con supertomógrafos helicoidales multicorte. Lo más efectivo es aplicar una antigua estrategia higienista, que llegue casa por casa, con información, eliminando cacharros y focos donde pueda haber larvas, y rociando con veneno allí donde haga falta.

Aunque hoy nos resulte paradójico, tenemos en el país  al mejor ejemplo en la lucha contra el mosquito. En 1945 el doctor Carlos Alvarado creaba el LAMI, servicio de lucha antimosquito integral. En dos años de trabajo consiguió reducir una incidencia de 300 mil casos de paludismo a solo 137 casos en una zona hiperendémica de un millón de kilómetros cuadrados.

Alvarado descubrió que se podía combatir al mosquito durante diez meses al año, centrándose en la eliminación del alga spirogirae cuya presencia estaba altamente correlacionada con las larvas del Anopheles. Vencido el Anopheles pudo concentrar sus esfuerzos sobre Aedes. La técnica de intervención era muy simple: inspectores domiciliarios preparaban una suspensión de DDT en petroleo y con ella trataban charcos, lagunas, fuentes y desagues. Un control sistemático y riguroso le permitió eliminar el mosquito.

El "hombre de la gotita", así se lo conocía de forma popular. Diseñó estrategias militares para vencer al enemigo. Trazó mapas precisos y entrenó sus tropas: un agente sanitario cada 4.000 habitantes. Controló las enfermedades y se convirtió en "héroe sanitario panamericano". Es poco lo que se ha innovado sobre el método de Alvarado. Pero lo hemos abandonado.

El mosquito festejó cuando en un pasado, que hoy nos parece casi prehistórico, se anunció la creación de un fondo de redistribución social para salud de $600 millones integrado por recursos que se prevía recaudar con la derogada Resolución 125, aumentando las retenciones a las exportaciones agrícolas. Se habló de construir nuevos hospitales e incluso algunos Centros de Atención Primaria. De nuevo el Doctor House le ganaba al Doctor Alvarado.

Mientras esto sucedía Brasil escalaba la producción de vacunas anti fiebre amarilla en su fábrica Carioca de Biomanguinhos y desarrollaba una vacuna contra el Dengue en el instituto Butantan de San Pablo.

No es justo echarle la culpa de nuestro retroceso sanitario solo a las autoridades. Aún suponiendo que las autoridades sanitarias tuvieran clara la prioridad. El mejorar la prevención y el control no hubiera tenido buena acogida por la prensa ni  impacto positivo en la opinión pública.  Con muy pocos recursos se hubiera podido implantar un LAMI, se hubiera fortalecido la logística para que las muestras de sangre lleguen rápido al Instituto Maiztegui o al Malbrán y los resultados de diagnóstico estén disponibles en pocas horas. Esto hubiera permitido disponer de una sola cifra oficial de incidencia. Se hubiera provisto insecticidas y reponer aquellos "vencidos". También hubiera sobrado para adquirir equipos de rociado que, hoy debemos pedir prestados al Paraguay.

La salud colectiva no ha sido un tema que preocupara a los sectores medios y altos de argentina durante los últimos treinta años. Hizo falta esta lamentable insurrección del mosquito para recordarnos que la salud no es solo el sistema. 

 

lunes, 13 de abril de 2009

viernes, 3 de abril de 2009

TRABAJO DIGNO

si quieren saber mas del tema
 
2. Escribi: trabajo digno
3. No des Enter, sino pulsa sobre 'Voy a tener suerte'
Lee despacito el resultado, desde la parte superior hasta terminar el texto... 
 
mas alla de lo ingenioso, es preocupante !!
 
saludos
jorge
 
Hay un lugar, para aquellos que no quieren ver, donde "No Ver" es perder de vista acontecimientos que nunca mas se volveran a repetir. "Yo no estaba, y si estaba, dormia...","...Ese viejo verso de aquellos que nunca se metieron en nada...."